Introducción y planteamiento
Durante el último tiempo, al menos en nuestro ámbito, han ido apareciendo un número de trabajos sumamente valiosos sobre la valoración de la prueba, la estructura y naturaleza de sus criterios, así como los diversos mecanismos a través de los cuales esta podría ser controlada2. Para ello, desde un punto de vista metodológico, han sido cruciales dos ideas básicas: por un lado, que la determinación de aserciones fácticas en juicio no puede ser sustentada sobre la base de meras consideraciones personales, subjetivas e intuitivas, es decir, en la libre convicción del sentenciador que es incapaz de controlar y corregir cualquier instancia sucesiva posterior; y, por otro lado, que la racionalidad de la prueba reside precisamente en la racionalidad de sus argumentos o, más precisamente, en la posibilidad de confrontar sus argumentaciones con reglas de una justificación racional. De allí, entonces, que se haya comprendido que el auténtico problema de la valoración de la prueba no reside solo -y exclusivamente- en la verdad o falsedad de sus aserciones, sino que también en su particular forma de reconstrucción conceptual y argumentativa a fin de favorecer su control justificante3.
Sin embargo, si trasladamos dichas apreciaciones a las denominadas “máximas de la experiencia”, no siempre es posible distinguir a su respecto las categorías y criterios de corrección que le sirven de sustento. No existe, en efecto, una única visión metodológica que permita abarcar en completitud sus vastos criterios de validez, ni tampoco un exclusivo tipo de argumentación que permita comprender unívocamente sus diversas peculiaridades. Sin ir más lejos, en la conjunción de sus diversos elementos convergen aserciones empíricas, normativas y valorativas, las cuales, por sus propias singularidades, no se agotan en los tradicionales arquetipos sugeridos por la lógica clásica ni menos aún en un modelo de corte binario mediante el cual todo es “A o no-A”. Por esta razón, el jurista que se plantee algún problema relativo a los criterios de existencia y justificación de las llamadas máximas de la experiencia, debe intentar conciliar sus diversas dimensiones formales, materiales y pragmáticas y, de este modo, tratar de equilibrar tales planos a través de una pretensión intersubjetivamente aceptable, vale decir, una pretensión de corrección que sea susceptible de una justificación y un control racional. De allí, entonces, que todo juicio de hecho fundado en máximas de la experiencia requiera explicitar no solo los criterios bajo los cuales estas han sido formuladas, sino que también demostrar que se apoyan en criterios válidos, aceptables y racionalmente fundamentados.
Con todo, frente a las incertidumbres y ambigüedades existentes en torno a las formulaciones precedentes, el presente trabajo persigue denotar, por un lado, cuáles deberían ser las condiciones mínimas concurrentes en su determinación conceptual y, por otro, cómo y de qué forma estas podrían ser justificadas en sede jurisdiccional. Por consiguiente, asumiendo que las proposiciones inferidas de la experiencia deben sustentarse en razones y no en suposiciones, concluiremos que solo explicitando, contrastando y justificando el conocimiento que las avala y, por tanto, determinando su grado de apoyo probabilístico, es posible predicar a su respecto una aceptabilidad y confiabilidad razonable en la valoración de la prueba.
Sobre la noción y origen de las máximas de la experiencia
El concepto de “máximas de la experiencia”, como regla que deriva por vía inductiva de proposiciones generales, fue propuesto inicialmente en 1893 por el jurista alemán Friedrich Stein (1859-1923)4, quien, en su famoso libro “Das private Wissen des Richters”, sostuvo: “La prueba que hay que practicar en el proceso no es una prueba dialéctica, lógica, que simplemente pasa de unos supuestos dados a unas conclusiones determinadas, sino una prueba histórica que pretende despertar en su receptor, el juez, mediante percepciones sensoriales, la representación de lo que se trata de probar”5. En efecto, según Stein, vano sería el esfuerzo por querer encerrar en categorías, con fines puramente clasificatorios, el ámbito de probables fenómenos vitales que deben ser sometidos al escrutinio judicial y que gozan de ininterrumpida y siempre actual vigencia. Ello, pues, frente a la imprecisión y vaguedad del lenguaje, así como a la inabarcabilidad de la descripción normativa, la ciencia y la “praxis” forense están siempre sometidas a la imperiosa necesidad de formular juicios que pertenecen al ámbito probable de la vida: los fenómenos de la naturaleza que suceden con cierta regularidad, los estragos previsibles que producen ciertos actos del hombre, así como toda serie de acontecimientos y sucesos con relevancia jurídica, serían juicios hipotéticos que podrían desempeñar un rol como máximas de la experiencia. Por tanto, una verdadera conclusión inductiva, una máxima de la experiencia, podría transitar a través de todos los niveles de lo imaginable, lo probable, dado que se desconocen los límites que puede ostentar o llegar a alcanzar el conocimiento humano.
Así las cosas, a juicio de Stein, las máximas de la experiencia (“Erfahrungssatz”) constituyen “definiciones o juicios hipotéticos de contenido general, desligados de los hechos concretos que se juzgan en el proceso, procedentes de la experiencia, pero independientes de los casos particulares de cuya observación se han inducido, y que, por encima de esos casos, pretenden tener validez para otros nuevos casos”6. Por esta razón, según su parecer, no habría absolutamente ninguna máxima de la experiencia que no sea notoria, ni tampoco ninguna que pueda ser valorada con una certeza total y absoluta7. Ello, por cuanto, al sustentarse en criterios comunes y generales, las máximas de la experiencia constituirían hipótesis de ciertas consecuencias probables y, por ende, solo poseerían un valor aproximativo de verdad. De ahí que, a diferencia de lo que sucede con ciertos conocimientos apodícticos, la eficacia de las máximas de la experiencia sea siempre retractable, esto es, en la medida en que nuevos casos observados no muestren que la formulación de la regla empleada como máxima es falsa, esta seguirá produciendo sus efectos como estándar probatorio válido dentro del proceso8. Por tanto, cuanto más profundamente estén formados los jueces y cuanto más sepan de la vida, menos será de temer que se consideren autoridades que pongan en entredicho el sentido común y el más concienzudo autoexamen sobre la medida de la regla que se utiliza como máxima9.
Con todo, si bien el concepto de “máxima de la experiencia” fue un esfuerzo indiscutible de Stein por liberar la “Freie Beweiswürdigung” de la mera exasperación subjetiva, el uso de axiomas generales en el razonamiento probatorio era bien conocido en la antigüedad. En efecto, a partir del “id quod plerumque accidit”, es decir, las cosas que ocurren con frecuencia o, en cualquier caso, con cierto grado de regularidad, ninguno de los enunciados que integran la noción máximas de la experiencia puede considerarse un descubrimiento enteramente original: ni la idea de “máxima” como proposición que aporta un seguro fundamento a una ciencia o arte, ni la idea de “experiencia” asociada a la repetición constante, uniforme y pública de ciertas situaciones que acontecen en el diario vivir10. De hecho, tras ella existe una elaboración antiquísima que se remonta a los albores de la civilización occidental: esto es, aquella que parte con la concepción de prueba como “ars inveniendi”11, “argumentum”12 y “ratio”, que transcurre desde la Grecia clásica hasta el apogeo de la Roma imperial13, y que, posteriormente, a través de juristas tales como Aurelius Cassiodorus, Petrus Abelardus y Petrus Hispanus, es transmitida a la cultura medieval propia de los siglos IX al XIII.
De este modo, sobre la base de esta larga tradición histórica, interrumpida en el período de la inquisición por el sistema de prueba legal o tasada, las máximas de la experiencia hunden sus raíces en la noción “máxima propositio”, la cual, propuesta originalmente por Boethius (c. 480-524 o 525), supuso comprender que ciertas proposiciones “son universales y de tal modo conocidas y manifiestas, que no requieren prueba y, más bien, son ellas mismas las que prueban en caso de duda [...]”14. De hecho, a juicio de Roger Bacon, “sin la experiencia nada se puede conocer suficientemente”, puesto que “los modos de conocer son dos: la argumentación y la experiencia”15. De ahí que, según D`Argens, “para acostumbrarse a formar juicios justos y evidentes, resulte necesario premunir el entendimiento con una cantidad de proposiciones evidentes y generales, tales cuales son aquellas que se llaman máximas o axiomas”16. Quizás por ello, en pleno apogeo del humanismo propio del siglo XVI, dirá Duarenus17, que existen algunos criterios comunes a nuestra propia naturaleza humana, de gran valor para la decisión judicial, y que atañen al “usus”, la “experientia” y el “mores hominum” en tanto medios necesarios e idóneos para una acertada valoración de la prueba18. Puede decirse, por tanto, que el uso de la experiencia como máxima en materia probatoria es un recurso heurístico antiquísimo, que Stein, influenciado quizás por Kant19, se dispuso a elevar a una categoría tendencialmente superior y objetiva en aras de racionalizar su singular ámbito de utilización.
Con todo, y a pesar que el propio Stein planteó dudas a su propia creación20, no se puede desconocer que fue él quien dotó a las “máximas de la experiencia” de una sistematización dogmática y, como tal, fue quien intentó aunar bajo un mismo perfil metodológico criterios que hasta ese entonces se encontraban disgregados21. No en vano, pese a los diversos intentos por remplazar su nomenclatura, las máximas de la experiencia siguen profesando aún en nuestro entorno una misma idea basal: esto es, que existen una serie de sucesos del hombre y de la naturaleza que, cimentados sobre la base de la común experiencia, tienden a manifestarse con un grado razonable de probabilidad de similar e igual forma. De allí, entonces, a pesar de ser peligrosas y muchas veces controvertidas22, las máximas de la experiencia cumplan un rol insustituible en el ámbito del razonamiento probatorio, representando “el pegamento” que vincula las hipótesis con las pruebas, y que, precisamente en cuanto tal, nos ayuda a defender la fuerza de los vínculos que posibilitan las ilaciones argumentativas sobre el “factum probandum”23. Negar el uso de las máximas de la experiencia, por consiguiente, significaría “hacer imposible para el juez cualquier reflexión y elección, condenándolo a la emisión de una decisión racionalmente injustificada, solipsísticamente intuitiva e, incluso, en la afasia más completa” 24.
Quizás por ello, a pesar de las naturales divergencias lexicales y contextuales, distintas legislaciones han reconocido expresamente a las máximas de la experiencia y su importancia en la valoración de la prueba. En Brasil, por ejemplo, el artículo 375 del Código de Processo Civil del año 2015, se encarga de enfatizar: “El Juez aplicará las reglas de la experiencia común provenientes de la observación de lo que ordinariamente acontece y, también, las reglas de la experiencia técnica, exceptuando, en cuanto a éstas, el examen pericial”25. En Uruguay, por su parte, el artículo 141 del Código General del Proceso del año 1988, señala: “A falta de reglas legales expresas, para inferir del hecho conocido el hecho a probar, el tribunal aplicará las reglas de la experiencia común extraídas de la observación de lo que normalmente acaece”. Y en Italia, a su turno, el inciso segundo del artículo 115 del Codice di Procedura Civile del año 1940, refiriéndose al principio de disponibilidad de las pruebas como base para la fundamentación de la decisión, manifiesta: podrá el juez, “sin necesidad de pruebas, fundamentar la decisión en nociones de hecho que son parte de la experiencia común”26. Todas estas consagraciones, por consiguiente, nos hablan de un instituto con características y fisonomías insustituibles, merced su trascendencia epistémica, heurística y justificativa para reconstrucción y valoración de la cuestión factual. Se puede sostener, por tanto, que la referencia a las máximas de la experiencia constituye un recurso prácticamente ineludible del quehacer adjudicativo, más aún si se considera su desiderátum concreto: que sería ilusorio exigir que el juez, en el momento de ejercer su ponderación probatoria, se despoje de todas las nociones que ha percibido en cuanto hombre y miembro de la comunidad.
Sobre las críticas a las máximas de la experiencia
Como aseveró Ross, “El juez no es un autómata que convierte mecánicamente las reglas y los hechos en decisiones. Es un ser humano que se ocupa cuidadosamente de su tarea social tomando decisiones que considera "correctas" en el espíritu de la tradición jurídica y cultural. Su respeto por la ley no es absoluto, ni la obediencia a ésta su único motivo. A sus ojos la ley no es una fórmula mágica, sino una manifestación de los ideales, actitudes, estándares o valoraciones que hemos llamado tradición cultural”27.
Y es que independientemente de las críticas que merezcan las anteriores aseveraciones, nadie puede dudar que diversas concepciones filosóficas, políticas y culturales penetran, directamente o indirectamente, en el proceso y en su configuración concreta, dotándolo de ciertas orientaciones y símbolos que van más allá del solo tenor literal de la ley. De hecho, hoy nadie mínimamente informado podría sostener que los jueces son, según la célebre frase de Montesquieu, “la boca que pronuncia las palabras de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de aquéllas”28, ni menos aún, como lo indicó Beccaria, “un dique roto al torrente de las opiniones”29, “cuando el juez, por fuerza o voluntad, quiere hacer más de un silogismo”30. Y la razón de ello es bien conocida: todo hombre y así también el juez, se encuentra siempre sometido a un sinnúmero de pautas sociales y culturales que funcionan como auténticas proposiciones meta-jurídicas sobre las cuales sustenta su decisión. El quehacer adjudicativo, por ende, no es completamente formalizado ni mucho menos enteramente subsuntivo, sino omnicomprensivo de diversos factores empíricos, normativos y valorativos, que se ve condicionado por la forma como el juez entiende el mundo y sus vastas circunstancias: los códigos fundamentales de una sociedad, la reglas que moldean el uso del lenguaje, sus esquemas perceptivos, sus cambios, sus técnicas, sus valores, así como la jerarquía de sus prácticas31, configuran una suerte de “epistḗmē” común que rodea la decisión jurisdiccional. La tarea del sentenciador no es, en consecuencia, puramente cognoscitiva ni menos aún estrictamente deductiva, sino en buena parte creativa y evaluativa, puesto que está influenciada por diversos factores que aparecen en la vida cotidiana y que exceden con creces lo que comúnmente calificamos como “jurídico”.
Pero en una sociedad altamente diversificada, influenciada por ideologías fundadas más en el disenso que en el consenso, con recursos culturales no siempre bien compartidos, cabe preguntarse si las máximas de la experiencia pueden ser expresión neutral e imparcial de esos “background knowledges” necesarios tanto para vincular las inferencias probatorias como para la valoración de la prueba. Ello, por cuanto, en la mayoría de los casos, tales conocimientos están plagados de sesgos, estereotipos y prejuicios, los cuales, además de variar de persona en persona, la mayoría de las veces se avalan en generalizaciones superficiales, espurias e incluso discriminatorias32. No por nada, a juicio de Twining, dicho “stock” de conocimientos está plagado de “aglomeraciones de creencias mal definidas, que habitualmente consisten en un caldo complejo de información mejor o peor fundado, modelos sofisticados, recuerdos anecdóticos, impresiones, historias, mitos, proverbios, deseos, estereotipos, especulaciones y prejuicios”33. Hechos empíricos y juicios de valor, de esta forma, no se encuentran diferenciados ni menos aún completamente racionalizados, puesto que su confiabilidad y aceptabilidad se hunde en el saber privado del juez, muchas veces sin una conciencia explícita que los evoque y, por supuesto, sin una evaluación externa que demuestre la validez de su configuración.
A ello se suma, por otro lado, lo difícil que resulta encontrar una definición precisa acerca de qué es lo que ha de entenderse por “máximas de la experiencia”. De hecho, producto de la equivocidad del término, en nombre del “quod plerumque accidit” han encontrado refugio una y otra vez, según los tiempos y las circunstancias, las ideologías más diversas: tanto la ideología de la represión como la de la libertad; tanto la ideología de la igualdad como la de la discriminación; tanto el derecho de resistencia como el deber de obediencia. Piénsese, en este sentido, en el mismo antagonismo ideológico resultante en el campo de la valoración de la prueba: un antagonismo que no solo ha sido el fruto de las diversas metodologías empleadas en la búsqueda de la verdad, sino también manifestación de los diversos valores sociales, políticos y culturales que se han expresado a través de las máximas de la experiencia. Baste, a título de ejemplo, recordar como en la jerarquía de los valores testificales de la prueba legal o tasada, por injerencia directa de máximas de la experiencia positivadas34, se daba más preeminencia al testimonio del anciano sobre el joven, el hidalgo sobre el plebeyo y el rico sobre el pobre. Incluso es más, tratándose de la declaración de las mujeres, estas o no eran admitidas a testificar, o bien, en caso de serlo, su declaración era infravalorada en la mitad o un tercio menos que la declaración de los hombres35. De este modo, tal realidad no solo fue un reflejo en el campo del proceso de un pensamiento rudimentario, sino también expresión de experiencias compartidas que reflejaban una cultura jerárquicamente asimétrica y no igualitaria.
Con todo, en los ambientes en los cuales estaba aún muy lejos de ser debatida seriamente la igualdad y proscripción de la arbitrariedad, uno podría pensar que tal realidad está lejos de ser experimentada el día de hoy. De hecho, se podría asumir como un error anacrónico el leer el pasado con los ojos del presente, más aún cuando los principios que inspiran los sistemas jurídicos contemporáneos permitirían avalar máximas de la experiencia fundadas exclusivamente en la razón y no en la discriminación. Sin embargo, si se asume que la experiencia común es prefigurada por la suma de experiencias individuales, tal realidad no se encuentra exenta de sufrir sesgos frente al uso inapropiado y falaz del razonamiento heurístico en el campo adjudicativo.
En efecto, a pesar que tal forma de razonamiento simplifica y agiliza enormemente la tarea decisoria36, en múltiples ocasiones también puede conducir a graves sesgos en la prefiguración y uso de las máximas de la experiencia. De hecho, es bien conocido, especialmente después del análisis de Bernstein y Loftus, que los seres humanos somos proclives a exagerar la consistencia y coherencia de lo que vivimos, principalmente porque “en el proceso de reconstrucción del pasado, coloreamos y damos forma a las experiencias de nuestra vida en función de lo que sabemos sobre el mundo”37. Esto implica, por un lado, que en la vida social la experiencia particular precede a la experiencia general y, por otro lado, que las cadenas de asociación y recuerdo influyen de sobremanera en la construcción de las diversas analogías de similitud social. En razón de ello, la mayoría de las experiencias que se estiman comunes o compartidas son reconstruidas con probabilidades no necesariamente correctas, frecuencias estadísticas no bien fundadas y representaciones prototípicas sesgadas y a veces también parcializadas.
El mismo error se puede identificar, por otro lado, cuando el valor predictivo de una máxima de experiencia se expresa en estereotipos y prejuicios consolidados social y culturalmente. En los EE.UU., por ejemplo, un estudio llevado a cabo el año 2018 determinó que la mayor trayectoria o experticia de los jueces no logra atenuar los sesgos y prejuicios de género en la toma de decisiones judiciales38. Los hallazgos, que forman parte de un estudio más amplio sobre el comportamiento judicial, revelaron que los jueces eran tan propensos como cualquier otro sujeto a discriminar y a reproducir en sus fallos ideas preconcebidas sobre los roles de género39. Incluso es más, según dicha investigación, que involucró a 619 jueces de familia de primera instancia, los sentenciadores apoyaron conscientemente diversas representaciones tradicionales de género, que incluían estereotipos como “las mujeres están más interesadas en criar niños” o “a las familias les va mejor si el hombre es la cabeza de familia”40. No porque les guste o apetezca ser tildados necesariamente de machistas o patriarcales, sino porque las ideas culturales sobre el género calan tan hondo que todo el entrenamiento forense y habilidades sobre pensamiento lógico muchas veces no son suficientes para hacerlos inmunes a este tipo de errores41. De este modo, la tendencia a generalizar con argumentos comunes, pero sesgados, falaces o espurios, plantea la posibilidad de que las máximas de la experiencia sean también la puerta de entrada a decisiones fundadas en prejuicios y estereotipos, más aún cuando la mayor experiencia de los jueces no es suficiente “escudo” contra la influencia de tales yerros.
Sobre las máximas de la experiencia y su delimitación conceptual
Según hemos podido advertir, las máximas de la experiencia presentan una serie de características que nos obligan a su tratamiento en un ámbito ciertamente diferenciado. Ello, pues, en estricto rigor, estas abarcan no solo el análisis de aspectos puramente procesales, sino que también epistemológicos, lógicos y sociológicos, los cuales, por su naturaleza muchas veces difusa y contextual, ofrecen una serie de criterios necesitados de una concreta justificación. Por esta razón, si bien las conclusiones a las cuales arribemos estarán naturalmente condicionadas al enfoque que en cada caso asumamos, creemos que la forma metodológica más adecuada para enfrentar a las máximas de la experiencia es a partir de las llamadas “generalizaciones empíricas”.
En efecto, en las discusiones filosóficas acerca de la justificación de los procedimientos inductivos, las generalizaciones a menudo son vistas como proposiciones esencialmente abreviadas, aunque no por ello menos adecuadas, que permiten expresar conexiones regulares entre diversos fenómenos empíricos y, de esta forma, posibilitan inferir otros sucesos semejantes de forma explicativa, predictiva y justificativa42. Así, fundándose en el poder de los datos disponibles en un contexto determinado, las generalizaciones cumplen una función primordial de sistematización y estructuración de la información, brindando un predecible orden entre los complejísimos e innumerables “datos” que podemos observar empíricamente. De este modo, a diferencia de las universalidades, que denotan una aplicabilidad categórica entre el todo o la nada43, las generalizaciones son el reconocimiento de que nuestro conocimiento sobre mundo y sus circunstancias es humano, vale decir, limitado, parcial e imperfecto, máxime cuando la tendencia a generalizar por vía de representaciones, esquemas y patrones resulta esencialmente probable tanto en su verdad cuanto en su falsedad44. No por nada muchas de nuestras ideas y prácticas sustentadas en la experiencia se avalan sobre la base de la observación de un conjunto de casos particulares, transmutados, a su vez, a través de una serie de cadenas de asociación a fin de respaldar gran parte de los argumentos de nuestra vida cotidiana. Se podría sostener, por consiguiente, que todos los instrumentos que el hombre posee para la comprobación y el examen de la verdad, incluido naturalmente el Derecho, requieren de generalizaciones como una forma de procesar información de modo condensada y graduable, de forma tal de atribuir en su respectiva ponderación mayor o menor peso probabilístico.
Con todo, así como podemos inferir la presencia del fuego por la aparición del humo, la caída de la lluvia por un charco de agua, o bien el paso de un animal por la huella en la arena, se debe aclarar que la mayoría de las generalizaciones empíricas requieren de una buena base conceptual y empírica a fin de avalar su correcto uso. La generalización, por ejemplo, de que los cuervos son negros requiere saber que los cuervos son una especie de ave y que el negro es un tipo de color, así como qué otros tipos de aves y colores son reconocidos además social y culturalmente. Empero, la tarea de delimitar las generalizaciones empíricas tampoco se agota allí. La operación de elucidar las implicancias conceptuales de tales generalizaciones supone también un análisis “situacional” y “pragmático”, puesto que, siempre que ni la causa ni el efecto de un fenómeno sean inmediatamente perceptibles, puede este ser a su vez el significante de su propia causa o efecto. Piénsese, por ejemplo, en que el humo no hace de signo del fuego, si el fuego se percibe al mismo tiempo que el humo; o, por el contrario, que el humo puede ser el significante de un fuego no perceptible, siempre que se asocie precisamente la generalización de que no hay humo sin fuego. De allí que en el campo de las generalizaciones empíricas se deban considerar no solo proposiciones fácticas puras y simples, sino también las diversas entidades lingüísticas en las cuales estas se descomponen: vale decir, enunciados semióticos que operan casi siempre de forma implícita en cada generalización, permitiendo, de este modo, formular una inferencia que conecte desde una faz comunicativa los diversos sucesos verificados y contrastados. Para razonar conforme a tales consideraciones, por tanto, no se necesita asumir un rígido entendimiento del “ordo et connexio idearum” sugerido por Spinoza45, sino más bien comprender que la validez de un conjunto de circunstancias consiste en la posibilidad de analizarlas en sus partes más simples, las cuales, a su vez, deben aparecer lingüísticamente fundadas, contrastadas y no refutadas.
Ahora bien, desde el ámbito del common law son muchos los autores que han propugnado la importancia de las generalizaciones empíricas en el razonamiento probatorio. En efecto, por influencia directa de Wigmore46, gran parte de la llamada New Evidence Scolarship ha enfatizado que la mayoría de los argumentos que utilizamos en el campo probatorio se basan en generalizaciones47. Ello no solo porque la interpretación de un número no menor de los sucesos empíricos requiere de esquemas prototípicos de representación, sino también porque cuando realizamos una inferencia probatoria necesitamos de puentes que vinculen el factum probans con el factum probandum. De allí que tales vínculos entre las pruebas y las hipótesis a probar, además de legitimar epistémicamente los eslabones de la cadena inferencial, permitan la formulación de hipótesis probables sobre los hechos de la causa48. No se trata, por consiguiente, de proposiciones categóricas que se agotan en el esquema “si A, entonces B”, sino más bien de proposiciones que afirman que cuando ocurren eventos del tipo A, los eventos del tipo B ocurrirán “muy a menudo”, “normalmente” o “casi siempre”. Así, por ejemplo, si afirmamos que cada vez que llueve el patio generalmente se moja y, en el caso concreto, el patio efectivamente está mojado y no sabemos qué lo ocasionó, no podemos inferir de forma concluyente y categórica que ha llovido. Y ello, por la sencilla razón que el patio puede estar mojado porque los aspersores de agua estuvieron prendidos, hay una fuga de agua, los niños están jugando con agua, etcétera49. El punto importante, por tanto, es reconocer que en toda inferencia casi siempre existe una generalización que conecta un hecho conocido a otro desconocido, permitiendo, de este modo, que las diversas cadenas de asociación inferencial estén vinculadas y conectadas con el caso particular.
Sentado todo lo anterior, cabe destacar que las generalizaciones utilizadas en el campo probatorio han sido objeto de diversas categorizaciones. Una de ellas es la ya clásica tipología sugerida por Anderson50, quien, con la finalidad de tomar en cuenta las variables que resultan de su delimitación, clasifica las generalizaciones empíricas según diversos criterios y propósitos. En primer lugar, según su grado confiabilidad, existirían generalizaciones que van desde proposiciones bien testeadas y generalmente aceptadas, pasando por creencias comúnmente afirmadas, pero no probadas ni contrastadas, hasta llegar a prejuicios y sesgos basados en estereotipos falsos y discriminatorios. En segundo lugar, de acuerdo a su campo de aplicabilidad, existirían dos grandes tipos de generalizaciones: por un lado, las generalizaciones específicas del caso concreto, como aquellas que solo son compartidas por un determinado círculo o grupo de personas; y, por otro lado, las generalizaciones de contexto, las cuales, además de ser ampliamente aceptadas y compartidas, dan lugar según su fuente a las siguientes categorías: (a) generalizaciones científico-expertas, que se basan en leyes científicas, como la ley de la gravedad, o en principios bien establecidos, como la técnica de identificación de huellas dactilares; (b) generalizaciones de conocimiento general, las cuales derivan de experiencias comunes y compartidas socialmente, tales como aquellas que postulan que en los climas desérticos normalmente existirán altas temperaturas; (c) generalizaciones basadas en la experiencia, las cuales incluyen tanto vivencias personales asociadas a la idea de sentido común, como aquellas que se basan en prácticas personales reiteradas y usuales; y, (d) generalizaciones sintético-intuitivas (o basadas en creencias), que son aquellas que una persona utiliza de su reserva de conocimientos y creencias, sin que pueda identificar la fuente de la generalización o explicar por qué cree en ella.
Todo lo anterior, en suma, nos permite vislumbrar la variabilidad de hipótesis y situaciones que son posibles de alcanzar con las generalizaciones empíricas, las cuales, enmarcadas en el contexto de las máximas de la experiencia, nos facilita identificar precisamente la naturaleza jurídica de estas últimas: el ser una especie de generalización empírica. De este modo, en estricto rigor, toda máxima de la experiencia es una generalización empírica, más no toda generalización empírica es una máxima de la experiencia. Esto, pues a pesar que esta participa del “genus proximo” de aquella, el campo de aplicabilidad de las máximas de la experiencia es mucho más restringido y acotado que el de las generalizaciones empíricas.
En efecto, como acabamos de analizar, existen múltiples tipos de generalizaciones con relevancia probatoria, las cuales, dependiendo de cada contexto, se manifestarán a través de diversas fisonomías, criterios y niveles de fiabilidad. En ocasiones, por ejemplo, el juez podrá recurrir a generalizaciones empíricas institucionalizadas, vale decir, a presunciones legales que pueden verse como una cristalización normativa y autoritativa del “id quod plerumque accidit”51. En otros casos, por el contrario, el juez podrá hacer uso de generalizaciones empíricas probabilísticas, esto es, de proposiciones habituales que sin poseer una validez universal presentan una altísima frecuencia de ocurrencia. Y, por fin, dejando de lado los dogmas monotéticos de la ciencia, en ocasiones el juez podrá incluso también recurrir a leyes científicas o naturales, de forma tal de instaurar en todos los casos posibles una figura inferencial entre los hechos de la causa. De este modo, no obstante que el “pegamento” lógico de gran parte de las inferencias probatorias esté constituido por máximas de la experiencia, se debe huir a la tentación de creer que estas son la única y exclusiva vía a través de las cual se logra el puente inferencial entre el factum probans y el factum probantum. De otro modo, el juez acabaría no solo por confundir el continente del contenido, sino que también podría estar expuesto al yerro de unificar la validez, fuerza y el fundamento que se otorgan a unos y otros tipos de generalización.
Por lo tanto, a diferencia de lo que podríamos denominar como la “teoría estándar” de las máximas de la experiencia, que se caracteriza por albergar en su seno nociones y definiciones sumamente generales, inciertas y hasta fragmentarias, pensamos que una adecuada articulación del tema en comento debiese considerar dos aspectos fundamentales: por un lado, que el eje relacional de toda inferencia probatoria no solo está constituido por generalizaciones manifestadas a través de leyes científicas, tendencias probabilísticas o reglas de ponderación positivadas, sino también -y preferentemente- por generalizaciones empíricas expresadas como máximas de la experiencia; y, por otro lado, que el plus diferenciador de estas últimas se materializa a partir de una multiplicidad de eventos generales, habituales y recurrentes, los cuales, en cuanto reflejo de una “episteme común”, pueden ser utilizados por el juez siempre que no den lugar a simples conjeturas, criterios meramente potestativos o emotivos, ni sean contrarios con conocimientos reconocidos como habituales en el momento y lugar del juicio.
Las máximas de la experiencia y su control argumentativo en sede jurisdiccional
Como lo hizo ver don Andrés Bello en 1836, “el hombre por su naturaleza racional debe dirijir todas sus acciones por las reglas de la sana razón; i por su naturaleza social, debe dar a los demás de la sociedad un testimonio del arreglo de la razón que dirije esas mismas acciones [...] ¿Por qué, pues, en el acto más solemne i sagrado, cual es el pronunciamiento judicial, no se ha de exijir del juez esa razón, i ha de constituírsele en la clase de un oráculo, queriendo dar a su solo dicho tal vez mas fuerza que a las mismas leyes?”52. Con estas acertadas y prolijas palabras, inspirado por las vicisitudes de su tiempo y por un comprensible horror a la arbitrariedad, este nobel jurista hispanoamericano enfatizaba lo que hoy podríamos denominar como uno de los ejes esenciales de la jurisdicción.
Y es que al margen de la concepción normativa a la cual se adscriba, nadie mínimamente informado podría desconocer que uno de los eslabones de la función jurisdiccional contemporánea radica en la necesidad de que los jueces motiven sus resoluciones judiciales53. Ello, no solo porque el orden jurídico no constituye en caso alguno un sistema autosuficiente de soluciones jurídicas, sino porque el lenguaje y contexto en el cual tales soluciones se expresan requiere casi siempre de una justificación extra, vale decir, de presupuestos y argumentos adicionales a objeto de dotar de legitimidad y sistematicidad la decisión adoptada. De hecho, a la conocida vaguedad y ambigüedad propias del sistema, se agregan un sinfín de problemas de interpretación, relevancia, prueba y calificación, que hacen que todo juez necesite por fuerza justificar sus resoluciones judiciales. No porque se niegue la legitimidad autoritativa de dicho órgano del Estado, sino porque la motivación constituye en democracia el signo más importante y representativo de la “racionalización” del ejercicio de dicho poder del Estado54. De allí que, desde una faz pragmática y comunicativa, la jurisdicción suponga siempre un dispositivo formal e institucional expresivo de argumentos razonados y, como tal, asuma una carga de racionalidad quizás no soportada por ninguna otra forma de orden social55. Por un lado, porque las partes y demás sujetos que intervienen en el proceso exigen que sus planteamientos sean analizados y ponderados de acuerdo con la razón y la juridicidad vigente. Por otro lado, porque las sociedades democráticas reclaman también que el ejercicio de la iurisdictio no sea nunca un “escudo” o “pretexto” para avalar decisiones arbitrarias y carentes de fundamento racional. Se exige de la función adjudicativa, por tanto, no solo una firme adhesión a las normas jurídicas básicas del sistema, sino que también un «respaldo justificante» acerca del por qué de las decisiones que adopta56.
Con lo dicho, empero, se debe recalcar que el examen justificativo de las máximas de la experiencia no puede reducirse a un intento puramente “lógico” por tratar de avalar las generalizaciones que le sirven de sustento. Ello, pues, además de relegar el estudio de la motivación a lo puramente formal, desconocería que tal deber supone también una operación material o de contenido. De hecho, desde que Wróblewski pusiera de relieve la diferencia entre justificación interna y justificación externa57, constituye un auténtico lugar común el distinguir entre la corrección formal y la corrección material del razonamiento decisorio. Así, mientras la justificación interna o formal trata de ver si la decisión se sigue lógicamente de las premisas que se aducen como fundamentación, la justificación externa o material trata de examinar cómo se pueden fundamentar tales premisas. De allí, entonces, siempre que se asuma a la motivación como una tarea de tipo exclusivamente “lógico”, en ausencia del razonamiento material o de contenido, se corre un riesgo evidente, pues, por un lado, a partir de premisas falsas es posible argumentar lógicamente de manera correcta y, por otro lado, a partir de premisas verdaderas -o altamente plausibles- es posible argumentar incorrectamente desde el punto de vista lógico. De esta forma, si bien la lógica formal juega un rol insustituible en la racionalidad de las resoluciones judiciales, se debe enfatizar que aquella supone siempre condición necesaria, aunque no suficiente58, para la adecuada justificación jurisdiccional de que se trata.
Sin perjuicio de ello, la simplificación excesiva y muchas veces lacónica sobre el rol de la “lógica” en la motivación y, en particular, sobre los aspectos atingentes a las máximas de la experiencia, dista mucho de ser una tarea que se contente solo con enarbolar la anterior distinción. De hecho, desde un punto de vista histórico, es sabido que cuando Stein formuló el concepto de máxima de la experiencia lo hizo bajo una concepción silogística del juicio de hecho, la cual, además de sustentar una rudimentaria teoría acerca del conocimiento factual, permitía creer que el juez podía encontrar predeterminados todos los elementos de su razonamiento en la ley, vale decir, la premisa mayor y la premisa menor del silogismo, que culminaba con una conclusión como mera consecuencia lógica. De allí, entonces, que se haya sostenido que las máximas de la experiencia suponían la premisa mayor de tal subsunción, puesto que aquellas no solo dotaban a la norma jurídica de mayor elasticidad y dinamismo, sino que también permitían demostrar la necesidad o veracidad de su estructura a la logicidad de la conclusión59. De esta forma, como una forma de garantizar la validez del razonamiento factual, las máximas de la experiencia representarían elementos esenciales de la norma jurídica misma, permitiendo, de este modo, transformar y dirigir el “id quod plerumque accidit” hacia un “id quod semper necesse”60.
Sin embargo, resulta inexacto creer que la sola subsunción pueda servir de base para asegurar la validez lógica de las máximas de la experiencia. De hecho, representada en abstracto, sabido es que la lógica deductiva permite fundar una consecuencia si y solo si esta es reflexiva, monótona y valida el principio de “corte”61. De allí, entonces, que no solo las premisas y la conclusión se hallen estrictamente vinculadas de modo tal que resulte imposible que las premisas sean verdaderas y la conclusión sea falsa, sino que también que la agregación de nueva información a las premisas no permita alterar en lo más mínimo la conclusión de que se trata. Incluso es más, se dice que los argumentos deductivos son “explicativos” o “no amplificadores” precisamente porque no contienen nada en la conclusión que no estuviera ya contenido en las premisas. De esta forma, considerando que las máximas de la experiencia permiten determinar hipótesis solo probables, mal podría la lógica deductiva avalar tales máximas cuando estas no se encuentran ni implicadas por las premisas, ni menos aún por la clásica forma silogística del modus ponens.
A mayor abundamiento, un silogismo con una “máxima de experiencia” como premisa mayor no es más que una argumentación abductiva en cuya premisa mayor antecedente y consecuente se han invertido62. Y, desde un punto de vista formal, si se quisiera pasar de la confirmación de las hipótesis a su verdad, ello supondría incurrir en la llamada falacia de la afirmación del consecuente63. Esta falacia, como lo explica Aristóteles, surge “por creer que la consecuencia es reversible”64, vale decir, “cuando, al existir esto, necesariamente existe aquello, también -creen algunos-, al existir lo segundo, existirá necesariamente lo primero”65. Dicho en otros términos, sería como sí, de la implicación si A entonces B, combinado con B (que es el consecuente, correspondiente a las observaciones confirmadas), se pasara a la afirmación de la verdad de A (el antecedente que contiene las hipótesis y las condiciones iniciales). Así, por ejemplo, de la verdad del enunciado “si está nevando entonces (necesariamente) hace frío”, combinada con la verdad del consecuente “hace frío” (B), obviamente no podemos deducir que necesariamente “está nevando” (A)66. Y ello, principalmente, porque aun cuando ambas premisas sean verdaderas, la conclusión podría ser falsa, puesto que no siempre que hace frío está nevando.
Por consiguiente, de la constatación que el conocimiento judicial opera en condiciones de incertidumbre y de información incompleta, resulta claro que las máximas de la experiencia no pueden responder a una lógica clásica de corte deductivo. Esto pues, no se trata de proposiciones absolutas ni incontrovertibles, sino de enunciados fundados en patrones generales, hipotéticos y no monotónicos, razón por la cual son susceptibles de derrotabilidad mediante el aumento de información que modifique sus fundamentos67. Incluso es más, si hay algo que caracteriza a las máximas de la experiencia es que estas se adoptan para explicar y dar sentido de “normalidad” a los enunciados que se presentan como objeto del pleito, convirtiéndolos en una suerte de “lente” a través del cual los litigantes y el juez “miran” la realidad en su sentido pragmático y contextual. De allí que, por su propia fisonomía, las máximas de la experiencia no se manifiesten nunca como una sub specie aeternitatis, sino más bien como condicionales derrotables que expresan propiedades típicas o normales de lo que habitualmente acontece y que admiten en ese sentido excepciones. Es por esto que la lógica de las máximas de la experiencia no es la de un razonamiento demostrativo ni mucho menos concluyente, sino todo lo contrario: la de un nexo relacional que modela los diversos criterios explicativos para una evidencia dada, dependiendo de cómo y bajo qué condiciones se presenta en su sentido empírico y contextual el hecho a probar.
El punto, sin embargo, es que más allá de tal idea matriz, en dichas máximas pueden converger datos que ostentan una regularidad empírica más o menos precisa, pero también datos con una connotación valorativa cuya intensidad puede ser inversamente proporcional a su plausibilidad. No por nada, a juicio de Cohen, las principales generalizaciones que se usan en el ámbito procesal -dentro de las cuales se encuentran las máximas de la experiencia- son en su mayoría fruto de una génesis no bien definida y bastante difusa a nivel social: “se aprenden de experiencias compartidas, o se enseñan con proverbios, mitos, leyendas, historia, literatura, teatro, consejos de los padres y los medios de comunicación”68. De allí que el problema justificativo de las máximas de la experiencia no sea puramente lógico, sino que también -y preferentemente- epistémico y normativo, toda vez que tales máximas requieren de una justificación material o de contenido que las dote de razones verosímiles acerca de su fundamento, finalidad y fuerza. Luego, para tales propósitos, no se requiere estudiar minuciosamente una serie de estadísticas cuantitativas que respalden la generalización de que se trata, ni tampoco se necesita acudir algún tipo de algoritmo sofisticado para calcular las probabilidades de las frecuencias que le sirven de base. Muy por el contrario, se trata más bien de efectuar una evaluación probabilística de corte inductivo (o baconiano) identificando la máxima de experiencia en su sentido general y abstracto, para luego analizar si su adaptabilidad y aplicabilidad al caso concreto resulta o no posible. Para ello, por un lado, se deberán identificar las generalizaciones eventualmente concurrentes en su simplicidad, coherencia y compatibilidad con otras hipótesis ya contrastadas, pero también, por otro, se deberán identificar si existen o no excepciones que hagan explícita la no conveniencia de aplicar la máxima de que se trata. En suma, este ir y venir de la mirada -que nos recuerda el ideal adaptativo del que hablaba Engisch69- implica someter a las máximas de la experiencia a una especie de test de coherencia entre lo que consideramos como generalizaciones empíricas idóneas y no espurias, los datos disponibles y evidencia rendida en juicio, así como las mejores hipótesis que podamos estructurar para articular y justificar los contornos de las máximas aplicables al caso concreto.
Con todo, no se puede confundir el iter a través del cual las máximas de la experiencia pueden encontrar justificación, de lo que por otro lado son los criterios de corrección y respaldo necesarios para justificar precisamente la máxima de que se trata. Ello, pues, a pesar que la noción “máxima de la experiencia” es una idea con contornos amplios, una vez que se materializa y concretiza en juicio reclama de una individualización que permita saber cuáles son los criterios de racionalidad y de objetividad, de confiabilidad y de aceptabilidad, que favorecerán su concreto control justificante: por un lado, porque de esta forma el juez deberá hacer explícito lo que habitualmente permanece en el ámbito de lo implícito y, por otro lado, porque también por esta vía se ofrecerán estándares intersubjetivamente aceptables de las máximas que sirven de base a la prueba y su acertada valoración. De allí, entonces, considerando que la fuerza probatoria de una inferencia depende en gran medida de la fuerza expresada por sus generalizaciones, a nuestro juicio se requieran de a lo menos tres criterios esenciales para evaluar la justificación externa de una máxima de la experiencia:
En primer lugar, se necesita de la exposición razonada y contrastada de la base empírica y cognoscitiva que sirve de base a la máxima, la cual, como lo hemos analizado, al ser una especie de generalización empírica, debiese excluir generalizaciones espurias, difusas y que presenten un cuestionable carácter de habitualidad y ocurrencia70;
En segundo lugar, como condición de consistencia, se necesita que la máxima de que se trata aparezca contextualmente apta e idónea a la luz del objeto del litigio y del conocimiento disponible en juicio, lo cual, en los hechos, exige contar con una generalización empírica internamente consistente con los hechos controvertidos, altamente plausible y que represente una hipótesis explicativa capaz de avalar la vinculación entre el factum probans y el factum probandum71; y,
En tercer lugar, considerando que en general están sujetas a una constelación de excepciones, se requiere que la máxima de la experiencia aparezca despojada de cualquier circunstancia de derrotabilidad que ponga en entredicho tanto el mérito de su base empírica como el fundamento de su contexto aplicativo. Vale decir, a partir de las pruebas disponibles, se requiere que no se verifiquen contraargumentos críticos referidos a la aceptabilidad y confiabilidad de la máxima en la que la inferencia se apoya.
De esta forma, a pesar que pueden existir varios otros requisitos a los cuales someter las máximas de la experiencia72, lo importante es comprender que cuanto menor sea el sustento empírico, contextual y confirmatorio expresado por la máxima, menor será también el respaldo justificante externo de la misma que le sirva de sustento73. Si esto es así, junto con asegurar la validez y plausibilidad material de la máxima invocada, se podrán, del mismo modo, rechazar todos aquellos argumentos retóricos donde se evidencie algún tipo de equivocidad, como cuando a partir de una serie insuficiente de casos que son similares, se establece erradamente una conclusión universal para todos los casos74.
Conclusiones
A través de las anteriores páginas hemos podido analizar los aspectos fundamentales y más relevantes de las máximas de la experiencia, sintetizando, de esta forma, los objetivos principales de nuestra indagación: por un lado, cuáles deberían ser las condiciones mínimas concurrentes en su determinación conceptual y, por otro lado, cómo y de qué forma estas podrían ser justificadas en sede jurisdiccional. Pues bien, al alero de dichos objetivos, podemos resumidamente concluir lo siguiente:
Que, a pesar de no ser posible atribuir ni su gestación ni su desarrollo al jurista alemán Friedrich Stein, el concepto de “máxima de la experiencia” logró fama y reconocimiento gracias a este, quien, desde una óptica formal y mecanicista, labró una noción arquetípica de tales máximas persiguiendo con ello dos objetivos primordiales: primero, delimitar una serie de conocimientos de contenido general distintos a la “ciencia privada del juez”; y, segundo, permitir a los tribunales justicia efectúen un control racional sobre los múltiples aspectos que dan sustento a la valoración de la prueba.
Que, la noción y finalidades antes propuestas, si bien permitieron poner en el tapete una propiedad insoslayable del razonamiento probatorio, dejan entrever no solo una serie de inconsistencias lingüísticas y gramaticales, sino que también una serie de obstáculos epistémicos que favorecen su inapropiado uso y justificación. De allí que diversos autores insistan en señalar que, por su amplitud e indeterminación conceptual, en el seno de la noción “máxima de la experiencia” se incluyan un número no menor de leyes de pensamiento, conocimientos científicos, razonamientos de sentido común, pero también prejuicios, sesgos e incluso discriminaciones carentes de todo fundamento empírico y cognoscitivo.
Que, por tal motivo, asumimos que la mejor manera de enfrentar tal dilema es comprender que el eje relacional de toda inferencia probatoria está constituido por generalizaciones, las cuales, cuando adoptan la fisonomía de máximas de la experiencia, no pueden ser confundidas con leyes científicas, tendencias probabilísticas o reglas de ponderación positivadas, puesto que el plus diferenciador de tales máximas se plasma a partir de una multiplicidad de eventos generales, habituales y recurrentes, los cuales, en cuanto reflejo de una “episteme” común, pueden ser utilizados por el juez siempre que no den lugar a simples conjeturas, criterios meramente potestativos, ni sean contrarios con conocimientos reconocidos como habituales en el momento y lugar del juicio.
Que, sin embargo, reconociendo el deber de motivación de las resoluciones judiciales como uno de los ejes centrales del Estado de Derecho, enfatizamos la necesidad de racionalizar el uso de las máximas de la experiencia por medio de una adecuada justificación, asumiendo, de este modo, que las proposiciones inferidas de la experiencia común deben sustentarse en razones y no en suposiciones. De este modo, reconociendo la lógica derrotable de tales máximas, aseveramos que solo explicitando, contrastando y justificando ciertos criterios de corrección externa y, por tanto, determinando su grado de apoyo probabilístico lógico, es posible predicar a su respecto una aceptabilidad y confiabilidad razonable en la valoración de la prueba.
Que, por fin, a riesgo de que tales criterios de corrección sean tildados de heterogéneos y, en cierto sentido, de favorecer un particularismo jurídico exacerbado, pensamos, al igual que Margaret Little, que “el hecho de que el alcance de una generalización no pueda ser capturado en términos finitos, no significa que no podamos invocarla con éxito, principalmente porque podemos compartir cosas, como entendimientos, conceptos y prácticas, que superan a los conjuntos finitos de proposiciones”75. De allí que, para determinar qué máximas son epistémicamente relevantes para cada caso, para saber cuándo una máxima resulta o no plausible al hecho enjuiciado, o bien para precisar cuándo se entra en un contexto en el que la experiencia común juega un rol significativo, la motivación se nos presente como un recurso ineludible para leer al mundo y sus circunstancias a partir de los ojos de la razón y de la justificación.